Eva y Raúl viven en un baúl

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Desde pequeños, multitud de voces nos dictan cómo debemos vestir, comportarnos y ser. Voces cercanas y lejanas, conocidas o no, gritan a los cuatro vientos que los niños deben ser fuertes, duros y no pueden llorar jamás, como si todos estuvieran destinados a convertirse en fieros marinos o aguerridos soldados; y que las niñas están hechas para ser tiernas y coquetas, pues deben prepararse para su futura vida como esposas y madres perfectas.

Eva y Raúl eran hermanos y como cualquier niño de 11 y 10 años, respectivamente, no se libraban de toda esa retahíla. Sin embargo, había una objección: Eva prefería el negro al rosa y odiaba las faldas, los pantis de florecitas y los zapatitos de charol que su madre le compraba. A su hermano, sin embargo, le llamaban la atención los colores intensos de los vestidos de su hermana, mientras que los vaqueros y polos azul marino que le obligaban a ponerse le resultaban feos y sosos.

Aquello no tenía nada de malo o extraño, más aún si se tiene en cuenta que Eva y Raúl estaban en esa inocente edad en la que los niños empiezan a comprobar por su propia cuenta qué es lo que realmente les gusta. Fue así como un tarde de puro aburrimiento se les ocurrió cambiar sus papeles: Eva se puso un polo y unos ‘jeans’ ajustados de su hermano, se engominó el pelo como uno de aquellos viejos cantantes de rock’n’roll y se puso a bailar delante del espejo. Mientras tanto, Raúl eligió entre los vestidos de su hermana el más colorido, cogió unos tacones del cuarto de su madre, que estaba haciendo de comer en la cocina, y jugó a desfilar como había visto que hacían las modelos en las pasarelas de moda. Los dos se rieron cantidad, mientras ponían poses delante del espejo como si fueran las superestrellas que salen en las portadas de las revistas.

Su madre se llevó una gran sorpresa al verlos, pero pasado el primer momento de asombro, se carcajeó tanto o más que los dos niños. Sin embargo, cuando mejor se lo pasaban los tres, entró en la casa el padre de Raúl y Eva. Los niños se acercaron a él haciendo bromas, siguiendo un juego que no hacía daño a nadie, pero que acabó con un golpe y un gran estruendo.

-No lo vuelvas a hacer. ¡Jamás! -Gritó tras darle un cachete en la mejilla a Raúl, que salió corriendo hacia su cuarto entre lágrimas, más de indignación que de dolor. La madre de los niños reprendió a su marido, que permanecía en medio del salón, rojo como un tomate reventón. Desde entonces, la relación entre Raúl y su padre se enfrió tanto, que ambos podrían haber vivido en la nevera sin miedo a congelarse.

¿Quéreis que os cuente un secreto? -les dijo a Raúl y Eva su madre unas tardes después, al ver que el ánimo de los niños no mejoraba.

-Sí. -Dijeron ellos sin mucha convicción.

-Si no queréis, no os lo cuento. Aunque estoy seguro de que os va a sorprender. -Esta última frase levantó la curiosidad de los dos hermanos, que siguieron a su madre hasta el cuarto de la costura. Allí, tras quitar  varias telas de encima de un misterioso mueble, pudieron ver lo que resultó ser un viejo baúl  de madera.

-Abridlo. -Afirmó la madre. Los niños la miraron con incertidumbre, pero ésta los llamó a obedecerla con un movimiento afirmativo de cabeza. Al abrir el baúl, encontraron multitud de ropajes de diferentes colores, gorros, sombreros, botas, bastones y cantidad de objetos diferentes. -Estos son todos los disfraces que mi madre nos hizo a mis hermanas y a mí. A ella le encantaba el carnaval… Quería enseñároslos en un momento especial y creo que es éste. Ahora todos estos disfraces son vuestros.

Los dos niños abrazaron a su madre, por cuya mejilla corría una lágrima gruesa y transparente, pues al acordarse de la abuela se había emocionado mucho. Desde aquel momento, los niños pasaron todas las tardes en el cuarto de costura, disfrazándose cada día de un personaje diferente. Su madre los acompañaba en muchas ocasiones, en las que les hacía nuevos disfraces con la máquina de coser que había heredado de su familia.

Fue así como surgieron las fiestas de disfraces, a las que a veces invitaban a algunos amigos del colegio. A Eva le gustaba vestirse de personajes oscuros y algo siniestros, tales como moteros, nigromantes, ogros o piratas espaciales. También le encantaban las mujeres famosas por sus hazañas, ya fueran científicas o aventureras. A Raúl le gustaba una gran cantidad de disfraces, desde los de superhéroes a los de magos, poetas o reyes de la corte. Los dos se lo pasaban genial en el cuarto de costura, que se fue convirtiendo poco a poco en su universo privado, en el que se hacían realidad todas las fantasías que pasaban por sus alocadas cabezas.

Una tarde cualquiera, su padre llegó pronto del trabajo y los encontró a los tres disfrazados. La madre iba vestida de astronauta, Eva de guerrero medieval y Raúl, de bailarín de danza clásica. El padre se quedó estupefacto y, sin decir una palabra, pasó junto a los tres y se dirigió al cuarto de matrimonio. La madre salió tras él y los dos niños pudieron escuchar una pequeña discusión tras la puerta cerrada, aunque fueron incapaces de distinguir ninguna palabra suelta.

-Papá se ha mosqueado otra vez. No entiende nada. -Dijo Raúl asqueado. Los dos se fueron en el salón y pusieron el volumen de la televisión bien alto, para no oír la discusión que ocurría en la habitación cercana. Pasó mucho tiempo, tanto, que los dos se quedaron dormidos en el sofá. Fuera ya era de noche cuando su madre los despertó con tiernas caricias.

-Niños, ya es hora de cenar. Pero antes tengo una sorpresa para vosotros. ¡Tachaaaaán! -Dijo alzando la voz y dirigiendo el brazo hacia la puerta del salón, por la que aparició de repente su padre. Iba vestido de torero, para lo cual había utilizado unas mallas y una torerilla de su mujer, y una vieja montera que algún familiar había comprado una vez en la plaza de Las Ventas de Madrid. Al entrar en el cuarto, se puso a dar capotazos con una toalla roja que muchos años atrás habían utilizado para ir a la playa y que la familia había guardado no se sabe muy bien por qué, aunque en ese preciso momento, tuvo más utilidad que nunca.

-¡Olé, oooooooooléee! -gritaban la madre y los niños al unísono a cada nuevo pase del bravo torero. Todos rieron como nunca y se echaron sobre el sofá en una gran melé, como hacen las camadas de osos o tigres cuando quieren celebrar algo.

-¡A partir de ahora tendréis que avisarme para vuestras fiestas de disfraces! -dijo el padre con mucho acierto, puesto que siempre que coincidían los cuatro y tenían tiempo, se metían en aquel viejo baúl repleto de magia para disfrazarse de mil y un personajes diferentes. Y hasta llegaron a ir todos juntos a los Carnavales de Cádiz, donde fueron la envidia de todos a su paso.

Y aquí concluye la historia de Eva y Raúl, que como bien reza su título, vivieron desde entonces metidos en un baúl.

Lengua Verde Libros

11 abril, 2016